lunes, 29 de diciembre de 2008

Ciudad de Piedra

Corría por la calle. Se ponía el sol y hacía calor. Había niños gritando, dando patadas a un balón. El olor de los tubos de escape, el asfalto recalentado. Cucarachas rojizas en las rejillas del alcantarillado.
Corría por la calle. Sin más motivo que accionar los músculos y las articulaciones de las que empezaba a ser consciente, la coordinación, el movimiento puro, sin objeto. Y tropecé. Caí con la rodilla en el bordillo de la acera. Escuché las risas de los otros niños. Uno me ayudó a levantar. Tenía peladas las palmas de las manos. Me dolía la rodilla. Cojeé de vuelta a casa.
Después, mi padre examinando el golpe. ¿Te duele?
No mucho.
Yo, sentado en una silla, la pernera subida. Mirando por el pasillo el resplandor feo del flexo en el despacho de mi madre. El silencio persistente, apenas un rumor de hojas. Había cojeado un par de veces delante de la puerta abierta hasta que me crucé con mi padre.
Mañana te dolerá más, dijo. El cigarrillo en sus labios, balanceándose despacio. Pero no es nada. Un golpe de nada, ¿eh?
Sí...
El cigarrillo, arriba y abajo. ¿Estás bien?
Los ojos me ardían. Hasta yo sabía que era mayor para llorar por un tropiezo. Por un golpe de nada, hacía ya una hora. Apreté los dientes.
Mi padre me puso la mano en el pelo. ¿Estás bien?
Sí.
¿Tienes algo más?
Extendí las manos como un mendicante, raspadas y sucias.
Sonrió. Tampoco es nada, dijo. Vamos a lavarlo.
Y pasamos una vez más frente a la puerta abierta y la luz amarillenta y aquellos ojos oscuros siguieron atendiendo sólo la interminable sucesión de papeles, legajos, textos legales que no se acababan nunca, que siempre eran sustituidos por otros iguales, y para siempre aquel rostro delgado, de facciones duras y mandíbula tensa, inclinado sobre la mesa, la severa coleta, y la expresión de su rostro, la eterna expresión de su rostro, como si acabase de llegar a su estómago algo muy frío o muy ardiente y sólo pretendiese fingir que no había nada, nada en absoluto, nada que fuera abrasador y doloroso resbalando por sus vísceras...


Una casa en la ciudad de piedra. La puerta abierta. Entramos en un salón grande, despejado de muebles. Una par de bombillas colgando desnudas del techo. Los platos de la batería brillan. Un tipo rubio conecta los amplificadores con la guitarra colgando bajo el brazo, entre un par de micrófonos en sus soportes como dos jirafas negras y cabizbajas. Crujidos de válvulas. El sonido eléctrico de las cuerdas. Hace calor, mucho.
No es un concierto propiamente dicho, me había explicado Dani. Es como un ensayo con público. En su local de ensayo, ¿sabes dónde es?
Frente a los instrumentos, están Dani, Muerto, Brus, Marcos, y algunos tipos y tipas que me suenan de vista. – Eh- saludo. – Hola.
Giran las cabezas. Me miran. Luego, la miran a ella. Violenne está preciosa. De negro. Sonríe con timidez. Nos acercamos a la gente. Dani bebe de una lata de cerveza y hace una mueca. Violenne los va saludando. Oigo a Marcos decir: - Belén, ¿no?
Dani me señala unos cubos llenos de hielo junto a una ventana. – Píllate una birra, tío.
- Ahora- le digo.
- ¿Cómo va la cosa?
- Bien, supongo.
- Bueno, guai- dice, encogiéndose de hombros.
Violenne se acerca a Dani. – Hola.
- Hola, tú. – Se dan un par de besos. – Qué tal.
- Bien... – Violenne carraspea.
- De vuelta, ¿no?
- Sí- contesta. – Una temporada.
- Qué bien- dice Dani, serio como el cáncer. – Qué alegría.
Violenne suspira y sonríe.
Dani me mira y me señala con la lata de cerveza. – Sabes qué, tío. Tengo curro.
- Venga ya.
- En el cine, colega.
- Joder. – Empiezo a reírme. - ¿De taquillero?
- Casi. Corto las entradas, acomodo a la gente. – Se encoge de hombros. – Le grito a los niños, esas cosas. – Pega un trago a la lata. – Estoy deseando gritarle a los niños. En serio.
- Voy a por unas latas- digo. Me acerco al cubo, vigilando de reojo a Dani.
- Ajá... – dice, mirando a Violenne. – Entonces... ¿Sigues siendo tan gabacha?
- Creo que sí- responde ella. – Me han dicho que tienes tuberculosis, ¿qué tal lo llevas?
Dani arquea las cejas. – Bien. Intentaré no toser en tu presencia. – Se despide con un gesto y se acerca a Marcos.
Le doy una lata a Violenne. – Ya sabes cómo es.
- Sí, ya. Por lo menos me ha hablado.
- No es tan malo como parece.
- No digo que sea malo. – Abre la lata, que sisea y vierte espuma. – Es Dani. Lo conozco de sobra.


Más tarde, ya hay unas veinte personas en el local. Han aparecido Raquel y Sonia, y me han presentado a los otros miembros del grupo, el cantante y guitarrista, y el batería. El cantante se llama Julián y es un tipo delgado, con el pelo rubio aplastado sobre el cráneo y barba de una semana, y aspecto de estar muy colocado de algo contundente y arrasador. Lleva una camisa negra de manga corta mal abrochada y los vaqueros rotos por las rodillas. El batería lleva una camiseta roja del Che y bermudas con palmeras, cresta y una oreja atravesada por un imperdible. Si entre ellos pegan poco, al lado de Sonia nada parece tener sentido, con su largo flequillo sobre el rostro y sus Converse, una azul y otra verde. Empiezo a desconfiar por momentos.
- No sé yo si esto ha sido buena idea- le digo a Violenne en un aparte.
- ¿Por?
- Los del grupo. No tienen pinta de funcionar juntos- digo. – Sonia parece salida de la puta Rockdeluxe, el batería tiene pinta de creer que Eskorbuto siguen si ser superados, y de qué coño va el puto cantante, ¿Kurt Cobain del siglo veintiuno?
Ella sonríe. – Sí, son raros. Extraños.
- Hagamos un voto de confianza.
- Hecho- dice, y vuelve a sonreír. Me inclino y le doy un beso. Ella titubea, sus labios se tensan antes de devolver el beso de manera rápida y fugaz. Cuando he ido a recogerla, se ha comportado igual.
- ¿Te pasa algo?- pregunto.
- No...
- Es que...
- No me pasa nada.
- ¿Seguro?
- Seguro- dice. Aparta la mirada. Se muerde el labio inferior. - ¿Qué música crees qué harán?
- ¿Seguro que no te pasa nada?- pregunto, notando mi interior encogiéndose, dispuesto a recibir un golpe.
- No me pasa nada- replica. Mirándome a los ojos, frunciendo un poco el ceño.
- Bueno, vale.
Bebe de su lata. – La he terminado- dice. - ¿Quieres otra?


Julián, el cantante, se tambalea frente al micrófono con expresión ausente. La guitarra le cuelga como el fusil de un soldado borracho. Se enciende un cigarrillo. Sonia se coloca el bajo y se acerca a su micrófono. El batería prueba el bombo. Pom, pom. Los amplificadores chirrían. Hay algo místico en este instante, en estos conciertos pequeños, en lugares sin aforo suficiente ni ventilación, con iluminación paupérrima y el humo flotando como niebla. La manera en que se preparan. Conectando clavijas, tensando cuerdas, los pequeños ruidos. Los carraspeos. El rumor del público. El momento casi mágico en que la música todavía no ha tenido la oportunidad de desmentir las expectativas.
Sonia carraspea. – Ejem- dice. La gente la vitorea. Hay silbidos. – Sí, sí, vale. – Se ríe. – Bueno, esta tarde hemos tenido otra crisis de identidad, así que ya no nos llamamos Crack House... Afortunadamente. – Risas. El batería hace una mueca y sacude la cabeza. – Ahora nos llamamos The Faulkners. Como el escritor, ¿no, Julián?
Julián asiente, con la barbilla pegada al pecho. Por la manera en que la sostiene, la guitarra parece pesarle una tonelada.
- Pues eso, The Faulkners. – Sonia mira a Julián. – Nuestros temas están un poco verdes, así que hoy sólo tocaremos versiones. Pero tocaremos un montón, eh.
La gente aplaude. Se retira del micrófono. Julián se saca el cigarrillo de la boca y lo tira al lío de cables que tiene debajo. Pisa el pedal. Empieza a rasgar la guitarra. Sonia y el batería le siguen, haciendo un muro de ruido indiscernible. Pero en unos segundos empiezo a distinguir Anyone can play guitar. – Bien- digo. – Muy bien.


Cuando cesan los aplausos de la última canción, me doy cuenta de que Violenne no está a mi lado. Le doy con el codo a Dani. Le pregunto si la ha visto.
- Se fue por las escaleras, hace un momento- dice.
Paso entre la gente y llego a una escaleras con el pasamanos cubierto de polvo. En la segunda planta no hay luz eléctrica, pero distingo las formas de un estrecho pasillo y un par de puertas. La primera está entornada y proyecta algo de luz. La empujo y veo a Violenne siluetada contra la ventana, fumando un cigarrillo. Mira hacia la calle, la farola que ilumina desde fuera la estancia, rodeada por una nube de insectos, mosquitos y polillas que golpean en el cristal como si llamasen pidiendo auxilio.
- Eh- digo.
Se vuelve, el rostro bañado en fosforescencia amarilla, una delgada lámina de luz mostrando la anatomía interna del humo que sopla despacio entre sus labios. Sus ojos brillan, feéricos. Nunca ha estado tan guapa. Nunca tan poco terrenal, como si fuera miembro de una raza diferente, una raza destinada a empresas mejores y más elevadas, emparentada con gigantes y hadas y los misteriosos pueblos perdidos, una raza que sólo por error caería cerca de nosotros y se mezclaría en nuestros pedestres asuntos.
- Estaba buscando el servicio- dice. Sus erres. Su acento, lleno de matices evocadores. Siento eso, el encogimiento interno. El miedo, sujetándome con manos frías las entrañas.
- No creo que funcione. – Cruzo la habitación oscura hasta el rectángulo de luz que proyecta la farola, hasta su mismo borde. El calor es denso, como si hubieran encendido varios braseros en la habitación.
- No funciona.
Pongo las manos en sus caderas, apenas las yemas de los dedos. Trago saliva. - ¿Qué te pasa?
Ella sacude la cabeza. Se aparta y se vuelve hacia la ventana, ocultando el rostro.
El aire, espesándose. Respiro su humo. Retiro el pelo negro como plumas de cuervo de su nuca y la piel refulge blanca, inmaculada. La acaricio. Se estremece.
- Violenne...
Gira la cabeza y el pelo cubre en abanico la blancura de su cuello. – Yo... Creía que lo habías entendido.
Sostengo las manos todavía frente a mí, en el gesto de acariciar la piel huída. Las bajo con lentitud. Los insectos aletean en el cristal con un sonido polvoriento. Los veo girar en la luz, un torbellino difuso. Su rostro en primer término, oscuro y desenfocado.
- Creía que lo habías entendido- repite.
- ¿Entender qué?
Se muerde el labio. – La despedida. La despedida que merecíamos.
Frío, el miedo. Un lazo gélido prendiéndome el interior de la garganta, estrangulando. – Violenne...
- No quería fuera así- dice. – No como acabamos. No quería que desaparecieras.
Cierro los ojos y veo bailar los mismo insectos, puntitos de luz, un constelación multicolor.
- Quería despedirme- dice.
Abro los ojos. El polvo en el suelo. La luz amarilla. – Te vas- digo. – Otra vez.
- Sí.
Niego con la cabeza. – No... No te vayas- digo.
- Tengo que irme... Me gusta esto. Pero tengo que irme. No es mi sitio. Ya lo sabes...
Lo sé. Pero no quiero saberlo. Quiero tirarme al suelo de rodillas y sujetar la falda de su vestido y rogarle, rogarle que no se vaya, que no me haga esto, que no me lo haga otra vez. Quiero extender una vez más mis manos heridas de mendicante y pedirle que se quede a mi lado, las palmas rojas y sucias, decirle lo que la quiero, lo enfermo que estoy de ella, contarle que todos y cada uno de los días desde que se fue pensé en ella y no dejé de buscarla, que no puedo empezar otra vez a echarla de menos, que no me prive de su carne y su medicina, que no se vaya tan lejos, que no se vaya, que la necesito como nadie la necesitará jamás, y que su ausencia me mata, me mata por dentro, me duele de una manera tan profunda que no puedo alcanzarla, un tristeza inconsolable que no se puede llorar, que no se puede gritar ni exorcizar. Decirle te añoraré, te añoraré, te añoraré cada segundo, cada minuto, cada hora, cada día se me irá el aliento y estaré más vacío, más muerto en vida, más necesitado. No te vayas porque te necesito. Necesito que me quieras. Necesito volver a casa y mi casa eres tú...
Pero digo: - No... Las circunstancias no importan... Yo... Haremos lo que sea. Si te vas, yo...
- No- dice. – No es eso.
- ¿Entonces?
- Es que ya no es lo que era. – Los ojos vidriosos. – Dejó de serlo hace tiempo. – Respira hondo. – Perdí la ilusión. Hace mucho.
- Pero...
- Es sólo eso- dice. – No son las circunstancias. Las cosas cambiaron... Estoy cansada de esforzarme. Me agoté de intentarlo. Quiero otra cosa. Quiero que sea fácil. – Me mira. Los pozos azules de sus ojos. Como cenotes excavados en un cielo sin nubes. – Tú y yo nunca fuimos fáciles.


No es muy distinto de recibir un golpe en la cabeza. Un golpe onomatopéyico y exagerado, con un mazo enorme, ACME escrito en rojas letras de cómic. Al principio, ni siquiera duele. La miro marchar desde la ventana. Camina por la calle empinada, sobre las rocas pulidas por cientos de años de pisadas, las irregulares arterias de la ciudad de piedra bajo una cortina de insectos, una Violenne en cartulina negra vuelve una esquina y desaparece en la penumbra...
Y sólo queda mi rostro en el cristal sucio. Los ojos vidriosos, las mejillas afeitadas unas horas antes por las que resbala el sudor, los labios apretados en una u invertida. Disfruto de este último instante de inanidad antes de que la pena empiece a cortar como vidrio. Ahora no hay nada. No siento nada. Vibra mi esqueleto por el golpe, sólo eso. El sublime momento del impacto en que no hay espacio para otra cosa, ni compasión, ni lástima, ni lamentos.
Dolerá mañana, pienso. Mañana, cuando llegue el frío.
Así que enciendo un cigarrillo. La brasa relumbra en la ventana. Aspiro con fuerza y soplo después una larga bocanada hacia el cristal y al otro lado los insectos bailan y rozan la ventana y ascienden nubes gemelas en el insufrible calor de la noche y la luz triste de la farola.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Quizás él deberia haberle dicho lo que sentía...
Quizás él no vio si sus ojos lloraban a mares mientras ella doblaba la esquina...
Quizás de haber hablado con el corazón las cosas no se hbrían acabado de esa forma o simplemente no se habrían acabado...
pero solo quizás...

Anónimo dijo...

Me quedé sin palabras al leerlo y me quedo sin palabras ahora...

DunaîS