martes, 19 de enero de 2010

El punto y la araña

Hay un único punto en el cual mi mente se deposita a través del lento y tenaz discurrir del tiempo. Usa como puente la línea recta que mi mirada describe en el espacio uniendo mis ojos y el techo. Ese punto, viejo y misterioso, es vecino del rincón más distante de la habitación, puedo verlo a través de densas telarañas que hace algunos años no estaban y que hoy me separan progresivamente de mi única conexión con la realidad.

Ese punto es la cadena que me retiene en este plano, pero se debilita. Cada año es un nuevo eslabón, cada eslabón me aleja del punto. A veces en sueños pienso... y siento que el siguiente plano se acerca.

El punto no tiene nada de particular, lo único curioso que tiene es que es real. Quizá sea un defecto en la mampostería o una mancha, jamás lo supe, no puedo acercarme. El resto del techo es igualmente real pero mirarlo me resulta muy aburrido. De él pende un colgante con una modesta pantalla amarilla por los años (yo la conocí cuando aún era blanca) y una lámpara que me pide tímidamente permiso para iluminarme. Esa tenue luz me envuelve hace varios años, tantos años como no siento el Sol en mi piel y el viento en mi cara.
La lámpara se mueve según como la mire, frecuentemente me eriza la piel el hecho de mirarla por un largo tiempo y cuando apenas desvío mis ojos la lámpara se mueve en esa dirección como exigiendo contener mi mirada.

Los años (mi mente) dieron vida a mi lámpara.

Pero la lámpara no es mi objeto preferido de mi habitación. Si bien no puedo ver las paredes o el suelo, recuerdo un viejo sillón que estaba a mi izquierda y que tenía en su viejo estampado unas flores muy bellas, aunque sucias por las innumerables espaldas que se les habrán apoyado en los primeros años. También solía escuchar regularmente el murmullo y el corretear de una rata (al menos creo que era una rata) que me hacía saber que todavía había alguien vivo en mi habitación. Los años me hicieron dudar sobre la existencia de una ventana en la pared de mi derecha.

El sonido de la puerta al abrirse (que no es el mismo al cerrarse) me anuncia el comienzo de un nuevo día; alguien que he elevado a la condición de dios, estira la mano y sube el interruptor haciendo brillar a mi sol artificial, que aunque pequeño y modesto, es personal. Jamás conocí a la persona que hace posible la luz en mi cuarto, nunca se ha acercado de modo tal de interrumpir la trayectoria de mi mirada hacia mi punto. No sé si será siempre el mismo, pero para mí es un dios. La luz de mi sol artificial es mi pequeño mar en donde mi mente (yo) se siente real, existente, dueña de un lugar en el espacio. Por las noches (cuando mi dios apaga la lámpara), todo es diferente, soy etéreo, volátil, espectral.

Recuerdo una vez una lucha encarnizada entre una polilla y la araña que mora por la vecindad de mi punto. El pobre insecto alado, en su ingenuidad fue atrapado por las redes de su verdugo. La pelea duró algunos minutos, que para mi fueron días. La araña ganó mi respeto. La araña es el guardián de mi punto.

Suelo pasar días con los ojos depositados en el nido esperando que la araña se asome; a veces pienso que ha muerto, pero siempre, finalmente aparece y me mira...

Hace varios años, el ruido me dijo que la puerta se había cerrado. Inesperadamente se volvió abrir.